domingo, 17 de junio de 2012

En el nombre del padre

¿Pueden enseñarnos los novelistas a ser buenos padres? Si seleccionamos los libros correctos, mucho. Y si conversamos con el crítico literario apropiado, mucho más. Este mes de junio, un conocido mío, Jeremías Gamboa, está dictando un ciclo de charlas en el Británico de Miraflores bajo el título de En el nombre del padre. Jeremías es un reconocido escritor y ha seleccionado un grupo de ocho autores que tuvieron una vida conflictiva con sus progenitores y cuyas experiencias de vida marcaron sus obras.

Esta semana, después de la conferencia, aprovechamos para tomarnos un tiempo aparte y conversar sobre la relación padre-hijo y del por qué esta marcó tanto a estos escritores y marca tanto a mucha gente.

Nos abrimos paso entre los jóvenes que se arremolinan en el cafetín. Nos sentamos y ordenamos dos cafés y un par de empanadas. “Los niños no son ingenuos como la mayoría de adultos creen”, me dice Jeremías, “son seres que se dan cuenta del mundo en el que viven, es decir, se dan cuenta a su manera. Una de esas cosas es que no son tan fuertes, no son tan hábiles en las manualidades, no conocen todo lo que las personas mayores ya conoce... saben que necesitan de una mamá y de un papá que los cuide, los alimente, los quiera y les ayude a crecer. Los niños saben que solo necesitan de tiempo y de ayuda para ser mejores... porque ellos también serán grandes algún día”.

Hace algo de frío allá afuera. Veo a los señores abrazarse a sus ternos o a sus sacones de paño, y a los jóvenes con las manos en los bolsillos de sus jeans y sus coloridas bufandas al cuello. Jeremías hecha un sorbo a su café y agrega que el conflicto generacional se produce porque en esta relación hay una persona que ya se ha adaptado al sistema y considera que lo más adecuado es convertirse en un ser “excelente” –como le dicen ahora–, esto es, sobresalir por encima de los demás para poder ocupar un buen lugar y de esa manera cosechar seguridad económica, respeto, valoración, prestigio, autorrealización, y disfrutar de sus placeres y su felicidad. Mientras que de la otra hay una persona que aún no se ha adaptado y que está convencido que ser libre es su estado natural, que arde del deseo de experimentar por sí mismo la vida, y sueña con un mundo de igualdad, fraternidad y armonía donde todos sean felices... O sea  que, de una parte, hay una persona que se siente a gusto siendo una ficha que solo necesita encajar bien, mientras que de la otra parte hay una persona que se siente libre como los pájaros y con derecho a elegir su propio rumbo, comento yo. “¡Exacto!”, dice Jeremías, dándole otro sorbo a su café y una gran mordida a su empanada. “Lamentablemente, mmm –disfruta su empanada–, muchas veces el padre se convierte en el represor que el sistema ha creado para ti, y tú, si no te das cuenta de esto, serás a tu vez el represor de tus hijos”.

Jeremías, que suele ser risueño, me mira con aire de tristeza, cómo cuando se piensa en una tragedia que pudo tener solución y me dice: “¿Sabes que es lo peor en el caso de algunos de estos escritores? Que el caos de su relación les impidió ver que había un tercero involucrado: el sistema. Se echaron la culpa mutuamente o se culparon a sí mismos, pero esto no solucionó para nada el problema. Se enredaron más y más haciéndose cada vez más infelices hasta el fin de sus días. Si hubieran contado con ayuda y la voluntad de desenredar aquel embrollo, asumiendo cada uno su parte, habrían descubierto que cada uno tenía el derecho a ser él mismo, que cada uno tenía que asumir la responsabilidad de su propia vida y que cada uno tenía el derecho a aprender y finalmente elegir: si quiero ser una ficha, bien; si quiero ser un ave, bien”.

Continuamos conversando un rato más. Pedimos otras dos tazas de café, él me habló algo de la relación con su padre y yo de la mía. Al despedirnos quedamos en volvernos a ver la próxima semana después de la conferencia.



Mientras caminaba por las calles nocturnas de Miraflores, con aquella fría brisa de invierno que batía mis cabellos, meditaba: Si los humanos hubiéramos renunciado a ser aves, no hubieran existido Cristo, Gandhi, Einstein, Rembrand, Tolstói. El alma humana sería fría y pobre. Gracias a ellos amamos la vida.

Nuestros padres no tuvieron Escuela de padres como es frecuente hoy en los colegios. Algunos lo hicieron bien, otros no. Es bueno que ahora se enseñe a tomar conciencia que ser padre es una tarea compleja, que requiere como primer paso conocerte a ti mismo, y, tal vez, como segundo paso, resolver los conflictos que tuviste con tu propio padre. Para los que lo hicieron bien, felicitaciones, para los que no, también, porque estoy seguro que en el fondo de sus corazones desearon dar lo mejor de sí por sus hijos.

Por otra parte, a los niños, hoy se les enseña sus derechos, cosa infrecuente en épocas pasadas. Quiero que nunca olvides esto: un buen padre le enseña a sus hijos cuáles son sus derechos. Es la democracia, o la asertividad  –como desees llamarla–, dentro de tu propia familia. Y justamente por esto es la base de una relación con respeto, amor y bienestar común verdaderos. Algo más, tal vez a ti mismo, cuando fuiste niño, nadie te enseño tus derechos, yo te digo que nunca es tarde para conocerlos, y, tal vez, cuando los leas algo ahí, muy dentro de tu alma, encuentre por fin la paz y la seguridad tan anhelada.




Queridos amigos, con el cariño de siempre, a todos los papas de esta gran familia, les deseo ¡Un Feliz Día del Padre! Y que el amor de sus hijos este siempre con ustedes.

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