miércoles, 15 de octubre de 2014

La loca historia del tenedor

(Discurso de entretenimiento)

Las buenas ideas no siempre son aceptadas de inmediato. Y entre más novedosas y radicales, de más estrafalarias y peligrosas se las tacha. Le sucedió a Galileo, Copernico, Darwin, Wegener (el tío de Pangea), Semmelweis (el de las bacterias), Tesla, Einstein y una larga lista más. Tomó años o décadas probar que tenían razón (tal vez por eso Einstein gozaba sacándole la lengua a las cámaras). El autor –el líder–, cuando esto pasa, debe tener fe en sí mismo y practicar las virtudes de la paciencia y la persistencia, y ver al tiempo no como enemigo, sino como aliado.

Te voy a graficar esto con una historia: la loca historia del tenedor.

Las normas de etiqueta en la mesa –incluidas las de los reyes– no fueron siempre como ahora: que no hay que apoyar los codos, que no se debe hablar con la boca llena, que hay que coger el cuchillo con la mano derecha y el tenedor con la izquierda, y esto último en particular, porque antes de fines del siglo XI no existía el tenedor.

En el medioevo del Mio Cid la cuchara por lo general era de madera y el cuchillo, bueno, el cuchillo que se usaba para comer era el mismo que se llevaba al cinto como herramienta multifuncional o para batirse en duelo.

En la época de los castillos y los puentes levadizos, en todas las mesas se cogían los alimentos con las manos y estas inevitablemente terminaban empapadas de grasa, hayan sido los de una pobre campesina o los de la mismísima reina. Pero la verdad, esto no incomodaba a los tertulianos, pues en aquellos tiempos las máximas reglas del decoro eran que: se debía coger la comida con tres dedos, manteniendo el dedo meñique limpio para tomar la sal y la pimienta; no se debía tomar la comida del plato de otro comensal –algo muy usual por ese entonces–; no estaba bien visto el limpiarse las manos en las ropas de otro caballero, ni tampoco, por supuesto, envenenar a un invitado –algo habitual en las cortes–; aunque si estaba permitido eructar y escupir en el piso. 

Pero como siempre hay un criticón, alguien que no está de acuerdo con el establishment, un antisistema, haya por el año 1070, un ciudadano de Constantinopla llamado Erick Pries, se las ingenió para diseñar un pequeño instrumento, útil para coger la carne sin tener que embadurnarse los dedos. Ese instrumento, el tendedor primitivo, tenía la forma de un punzón, pues contaba con un solo diente.

La idea le encantó a Eudoxia, emperatriz de Bizancio, porque así no se le arruinaba la manicura, o como se llamara entonces. Sin embargo, al emperador Constantino X no le gustó aquel utensilio, le pareció afeminado, poco varonil, a él le gustaba arrancar la carne con las manos, lo que reafirmaba su autoimagen de macho alfa. Pero como tú te podrás imaginar, el emperador mandaba en el imperio, pero en palacio... mandaba la emperatriz. Así que muy pronto Constantino, a regañadientes, también estaba usando aquella delicada púa para coger la carne. El emperador, que no quería hacer el ridículo solo, mandó publicar un edicto exigiendo a todos sus cortesanos el uso de aquel dispositivo en la mesa, y así fue como aquel humilde y arcaico tenedor pudo ser aceptado primero en oriente.

Con el tiempo, la princesa Teodora, hija de Constantino X, creció y se convirtió en una bella quinceañera –como diría Ruben Darío con su prosa de durazno: "Quince años, sí, los estaban pregonando unas pupilas serenas de niña, un seno apenas erguido, una frescura primaveral"–. Entonces, cupido la flechó y se casó con un duque veneciano y en la exótica caravana de carretas, revuelto con todo tipo de cachivaches que se llevó a la corte (como siempre han hecho las mujeres cuando salen de viaje), se encontraba aquel pequeño aditamento. Pero en occidente la historia fue otra y aquel tatarabuelo del tenedor se las vio negras. Los cortesanos, que no veían con buenos ojos a la nueva reina venida de oriente –que siempre hay por ahí descontentos y envidiosos–, difundieron el rumor de que usar aquel pincho en la mesa era obviamente una costumbre bárbara y extravagante. Además, se cuenta que San Pedro Damián, tratando de alagar en un banquete a la flamante reina usando aquella punta, se picó los labios tan fuertemente y lanzó una maldición de tal calibre que el bullicioso salón se quedó en un silencio sepulcral... El pobre San Pedro Damián, viendo ya manchada su imagen de hombre santo y ejemplar, no tuvo mejor idea que declarar a todo pulmón que aquel era un instrumento diabólico capaz de enloquecer a los hombres más píos. De esa manera –y porque les recordaba el arpón de Lucifer–  fue como también la iglesia, por muchos siglos, desaprobó el uso del tenedor. Y si todo esto no había sido suficiente, también se difundió la idea de que si Dios hubiese querido que comiéramos con púas, en lugar de dedos pues nos habría dado púas, ¡era obvio, no? Y así, en definitiva, el inocente y servicial tenedor terminó viviendo una existencia de proscrito ¡por casi 600 años!

Pero como en la vida algunas son de cal y otras son de arena y a su tiempo maduran las uvas, en Italia, durante el Renacimiento, por la época de los Médici, Leonardo da Vinci y Miguel Ángel, apareció un aliado del tenedor: el refinamiento. Así es, por entonces, las clases altas florentinas habían acaparado muchísimas riquezas de su comercio con oriente, poseían rimbombantes palacios, decenas de sirvientes y eran unos obsesos por los títulos nobiliarios. Pero un día se dijeron: cuando caminamos por la calle es habitual que nos confundan con el populacho, ¡ag, eso no puede ser! Hay que hacer algo, debe haber una manera de diferenciarnos de la chusma. Y entonces mandaron inventar la elegancia y el lujo, y con ellas nacieron los abuelos de las modernas profesiones de los modistos, estilistas, maquilladores y asesores de imagen. Se inventaron el corsé, el escote amplio, los cosméticos, el depilado, las medias, los zapatos de tacón; se impuso el uso de vestidos de seda, cadenas de oro y grandes collares de perlas, y todo lo que hoy representa el 50% del presupuesto de las mujeres, los metrosexuales y el boom de los shopping centers. 

Bueno, pero decía, todo esto fue un aliado del tenedor, porque la revolución del refinamiento, de la elegancia, también llegó a la mesa, y a los reyes y cortesanos les pareció muy de pueblo el tener que meter los dedos en las comidas, y, ¡oh, maravilla!, se acordaron de aquel artefacto diabólico, y recordaron también que era muy útil, pero también cayeron en cuenta que antes de poder usarlo debían reivindicarlo y, por supuesto, ennoblecerlo, elevarlo de categoría, mejorar su imagen se diría hoy. Así que lo mandaron hacer de oro y plata, con finos decorados; la iglesia le retiro el cargo de cetro de Satán y lo proclamó en cambio una obra del ingenio concedido por Dios al hombre; y el rey Carlos I de Inglaterra dictó oficialmente que “es de decencia utilizar un tenedor” e incorporó su uso en la fastuosa mesa real. El triunfal retorno del tenedor fue una de las mejores campañas de marketing de la historia. 

¿Y qué hizo el pueblo?, bueno, lo que el común de la gente siempre hace... los copió, se dijo: si la realeza lo usa es signo de distinción, como todo lo High. Entonces, primero los imitaron algunos, pero cuando otros vieron que aquellos lo usaban, también lo usaron, y luego otros y otros. Todo este proceso lo explica por ahí la psicología como la tendencia de los individuos a seguir al grupo.

Pues bien, a partir de ese momento, la historia de aquella brillante idea que tuvo Erick Pries, haya por el año 1070, fue, por fin, aceptada y reconocida en todo el mundo occidental, ¡800 años después!

Aquel tenedor infante de un solo diente creció, le salió un segundo diente, después un tercero y finalmente le brotó un cuarto diente y alcanzó su mayoría de edad. Y tuvo una gran familia, ahora hay tenedores para la carne, el pescado, las ostras, la ensalada, el postre, las frutas, y amenazan con desplazar a la cuchara con el mutante tenedor-cuchara de plástico que usamos en las fiestas infantiles y kermeses. El tenedor, de ser una idea rechazada y marginal ha pasado hoy en día a significar el súmmum del refinamiento y del buen gourmet, tanto así que se lo usa internacionalmente para calificar la calidad de los restaurantes: son famosos los de 5 tenedores. Más aún, en este mundo globalizado ¡hasta los chinos están aprendiendo a usar el tenedor! Y pensar que en tiempos idos Catalina de Médici lo usaba para rascarse la espalda.

Y esta es la historia de cómo una idea absurda y extravagante triunfó finalmente, por todo lo alto, con los máximos reconocimientos. 

“Los ganadores renuncian todo el tiempo, sin culpa, hasta que encuentran un ‘abismo’ que realmente vale la pena superar”, nos dice el exótico gurú empresarial Seth Godin en su famosísimo bestseller El Abismo. En otras palabras, debes saber distinguir entre una barrera que te impide el paso hacia el éxito de un callejón sin salida sin recompensa al final del esfuerzo.

Erick Pries supo inmediatamente que su idea no era un callejón sin salida, sino un “abismo” que realmente valía la pena superar y el tiempo le dio la razón.

Así que, cada vez que uses el tenedor en la mesa recuerda: si crees tener una buena idea debes ser persistente, tener paciencia y dejar que el tiempo juegue a tu favor.  

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